Alguien me contó que a ella y a vos les habían ofrecido trabajo como médicos en el sur, en la Patagonia, en un lugar por el cual estaban de paso en un viaje, y que se iban. Pero ahora que veo esta foto comprendo que en aquel momento no había asimilado esa noticia por completo.
Esta foto en la que estás con tu pareja y con tu perrita, detrás de la caja de un camión de mudanzas repleta con vuestras pertenencias, y que nos demuestra de inmediato algo que ya sabemos: que el tiempo es veloz. Y en este momento me sorprende también como podemos condensar tantos recuerdos en el espacio reducido de nuestra cabeza, como si allí hubiera muchos armarios con pequeños cajones que podemos abrir en cualquier momento.
Entonces, comienzo a abrirlos.
Y ya en el primer cajón, que debe ser el más importante, veo lo que siempre fuiste: cristalino, frontal, ávido de lo que considerabas justo en ese ambiente turbulento en el que acababas de introducirte. Te veo pegado a tus compañeros de primer año, inseparables, campeando el temporal de los primeros meses de la residencia de cirugía general. Esa etapa dolorosa que todos atravesamos alguna vez, llevando una mochila que se fue tornando cada vez más pesada por una sorpresiva carga de complicaciones y de muertes a nuestro alrededor, algo acerca de lo cual nadie nos había contado en la facultad de medicina. Había que aguantar lo que fuera, si se quería avanzar por ese camino hasta que la cosa mejorara, y me vi ayudándote en tus primeras apendicectomías y drenajes de tórax. Una tarde de sábado te olvidaste por un rato de los reproches y del stress crónico que siempre pendían sobre el residente de primer año y celebramos el registro histórico de hacer juntos cuatro traqueostomias en cuidados intensivos, en un mismo turno. Yo tenía una mascota, un osito de peluche llamado Joven Argentino, quien se había recuperado luego de sufrir una herida por arma blanca, y él se encargó de felicitarte como dueño de ese récord, para alegría también de tus compañeros. Comenzaste a tener residentes inferiores bajo tus indicaciones y enseñanzas, y maduraste rápido, en todos los sectores de nuestro hospital HGU.
Una noche fría, junto con Agustín O’Malley y vos, fuimos el comando que acudió a ayudar a una pequeña residente de clínica medica y salvar al paciente que ella asistía, un abuelito que portaba una sepsis de origen abdominal y al cual operamos contra todos los pronósticos. Otra noche sangrienta y extrema me llamaste por un paciente con una herida de arma blanca en el pecho, al cual ya le estabas practicando una ecografía, para anunciarme que tenía un taponamiento cardiaco, el mismo que minutos después drenaríamos allí mismo en el shock room, a través de una toracotomía de rescate. Cuando un rato después dejamos a ese paciente en cuidados intensivos y bajaron nuestras pulsaciones en la madrugada, reparé en como habías crecido para diagnosticar y tratar de modo filoso a los traumatizados mas graves. Y dos semanas después, en otra llamada nocturna me pediste que fuera de modo urgente al shock room para mostrarme un líquido que nadaba libre en el monitor del ecógrafo. Llamaste la atención de la gravedad que había en ese pálido motociclista e indicaste que lo operáramos de inmediato. Yo te dejé hacer, y disfruté viendo como lo llevabas al quirófano y lo operabas con destreza, para que encontráramos una gran hemorragia a raíz de un desgarro del mesenterio. La cirugía finalizó como un control de daños, con los cabos del intestino delgado ligados y el abdomen abierto, y nos fuimos muy felices de esa guardia, con esa satisfacción embriagadora que deja la actuación expeditiva que salva a un traumatizado de la muerte. En esa mañana me quedé pensando que ya podías tomar decisiones y operar en soledad, aunque aún no hubieras terminado tu residencia.
Pero con el tiempo no me sorprenderías solo con tus progresos como cirujano en formación: serías también un amigo, ese que presta atención a los sentimientos de los demás con la intención de proteger. Me oíste discutir agriamente con otro cirujano de planta, acerca de protocolos de actuación que involucraban de modo íntimo a tu residencia, y entendiste que lo mejor era bajar un cambio. “Tranquilo, tigre” fue tu modo fraterno de leer la situación y con el que me demostraste tu inteligencia emocional, esa que es más difícil de adquirir que cualquier técnica quirúrgica.
Ahora, aterrizo luego de este vuelo de recuerdos, y me doy cuenta que no voy a verte de nuevo en el hospital. Dejaste otra ausencia fundamental más, de esas que hace años nos rodean agazapadas y que bruscamente se hacen visibles. Pienso en muchos otros como vos, a los cuales conocía desde cuando no sabían ni suturar un cuero cabelludo y con el tiempo llegué a ayudarles a operar heridas en el corazón. Y pienso también en que se lleva un ex residente del hospital en el cual se forjó... ¿Solo como aprender a operar? ¿O también queda impregnado de todo lo que vio dentro y fuera del quirófano? Esos chicos se fijan más en lo que uno hace que en lo que uno dice, y quienes tenemos jóvenes cirujanos a cargo solemos olvidarlo. Ellos ya no son niños, pero pueden ser tan influenciables como los niños. Un gesto de compasión ante el conflicto, una actitud de templanza ante la adversidad, lo que podamos entregarles cada día, puede pesar más que ese consejo autoritario que brilla de tecnicismo y adolece de empatía.
Ahora, mi teléfono móvil tiene tu mensaje de agradecimiento y yo desearía replicarlo en sentido opuesto. Te llevaste algo de mí, y esa pequeña parte estará operando junto con vos en el futuro, a miles de kilómetros de aquí, a pacientes que nunca veré ni tocaré. No tengo duda que llevas todas las herramientas de la cirugía de urgencias en tu valija. Entonces quiero agradecerte, de antemano, cuando permitas que se replique en vos, una vez más, el fenómeno milagroso del continuo quirúrgico, ese que nos da a todos la posibilidad sagrada de ayudar a otras personas a través de un amigo.
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